Opinión
GDF, un gobierno que habla más de lo que escucha
Desde la década de los 50’s del siglo pasado el análisis económico del derecho (law and economics) ha ido ganando terreno dentro de la teoría del Derecho.
A partir de los trabajos de Ronald Coase, esta corriente ha ido refinando la incorporación de elementos de la economía al estudio de distintas disciplinas jurídicas. En el derecho civil y penal, su metodología ha permitido hacer importantes investigaciones sobre los costos y beneficios de determinadas normas.
En el campo de la propiedad de tierras y desarrollo urbano esta disciplina cobra una especial importancia pues nos ofrece una excelente forma de apreciar los efectos de su regulación. La legislación crea derechos que tienen un valor económico y su análisis nos permite determinar la colocación más eficiente de estos derechos, así como la forma en que deben resarcirse los derechos que sean menoscabados.
Pongamos un ejemplo. La legislación, a través de los permisos para construir un determinado número de niveles, puede hacer crecer exponencialmente el valor de un terreno. Lo que seguiría sería analizar la eficiencia de esta medida y de las otras medidas
que deban acompañarla. Se puede hacer una infinidad de reflexiones. Tal sería el caso de si el Estado y la sociedad deben recibir una compensación por haber creado ese derecho y, por consecuencia, haber generado riqueza para el propietario del terreno. Por otro lado habría que definir si los vecinos de ese predio tienen derecho a una parte de las ganancias debido a la afectación de su propio derecho (llámese a la tranquilidad o a cualquier cosa que consideremos como un bien afectado).
Los particulares tienden siempre a actuar de manera tal que maximicen sus beneficios. En el ejemplo anterior, una empresa inmobiliaria buscaría siempre construir la mayor cantidad de niveles posibles. Pero un vecino que valore su “tranquilidad” buscará evitar a toda costa que se altere el estado de las cosas. El papel del Estado entonces es decidir cuál es la colocación más eficiente de los derechos, y hacer lo anterior de tal manera que garantice que quienes sean afectados sean compensados debidamente, es decir, que cada quien obtenga lo que le corresponda de la riqueza creada, minimizando los costos de esa transacción.
Siguiendo el ejemplo, un Estado ausente permitiría que la empresa construya la mayor cantidad de niveles posible, sin compensar a ninguno de los afectados por la medida; o bien, permitiría que los vecinos que buscan mantener el satus quo (vecinos NIMBY, como les llaman en inglés) impongan su interés y se evite cualquier nueva construcción, sin importar si eso hubiera redundado
en un beneficio social y económico. Si alguien abusa, ese Estado probablemente permanezca inmóvil o, en el mejor de los escenarios, le hará la vida de cuadritos a quien quiera recibir una justa compensación por el daño que le han causado.
Eso es lo que ha sucedido en la Ciudad de México. Un Estado que no cumple su papel y permite que si ton ni son la parte más fuerte imponga su interés sobre la que dispone de menos recursos. Casi siempre se trata de los desarrolladores inmobiliarios, a quienes además normalmente les tienen sin cuidado los riesgos y problemas de infraestructura que generen sus negocios.
Otras veces –las menos– los vecinos no están mancos. Sobre todo, en las zonas de más altos ingresos de la Ciudad. Para los vecinos NIMBY’s (not in my backyard, es decir, haz lo que quieras pero no cerca de mi propiedad) lo ideal sería que sus colonias se mantengan como espacios residenciales de lujo, sin comercios y sin desarrollos en condominio que abaraten sus propiedades y abarroten las calles.
Un gobierno inteligente no abonaría a esa ley de la selva en materia de desarrollo urbano. Se trata de un asunto de gobernabilidad de la mayor importancia, que incide en todos los aspectos de la vida de la Ciudad.
El Gobierno del Distrito Federal debe –por supuesto– de garantizar la eficiencia en el mercado inmobiliario, debe también garantizar condiciones de seguridad jurídica para los propietarios de terrenos, verificar que no se ponga en riesgo la viabilidad de la Ciudad y detener el atropello constante (y sin compensación alguna) de los derechos de quienes son afectados por los cambios en las normas de desarrollo.
Una política con esa visión sólo podría construirse con una amplia participación social y un profundo estudio técnico. No hay manera de hacer planeación sin el involucramiento de la ciudadanía. La planeación urbana de escritorio sólo funciona ahí, en el escritorio. Porque la realidad es demasiado compleja y llena de intereses como para resolverla de un plumazo y sin escuchar y evaluar todas las opiniones, poner en la balanza todos los derechos, analizar los costos y beneficios.
El destino de las nuevas normas 30 y 31 que se cocinan en el Gobierno de la Ciudad será el mismo que el de todas los anteriores normas de desarrollo urbano del Distrito Federal, si no se atiende la necesidad de hacer políticas públicas de forma abierta y transparente.
El desarrollo a garrotazos sólo puede ser detenido por un Estado con la suficiente sensibilidad para escuchar más de lo que habla.
(@r_velascoa)
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